viernes, 7 de octubre de 2011

La chica del gorro azul. Capítulo dos.

No sé qué haces leyendo esto. Esta es tan solo una vida más. La vida de alguien que no existe. En realidad, ahora sí que existo. Formo parte de ti, estoy escondida en un recoveco de tu memoria desde que empezaste a leerme. Ahora soy real. Porque formo parte de ti. Quizás no como persona, pero sí como sentimiento, o como inquietud. Soy alguien tan etéreo, formado por tan solo palabras, que seguro que en tu mente ya tengo mil cosas en común contigo. ¿Me has puesto un rostro ya? ¿Cómo tengo el pelo, largo, corto, liso…? ¿O quizás llevo una cresta escondida bajo el gorro que me da nombre? ¿Qué significan las siglas H.B.? 

Y lo más importante. ¿Por qué te interesa la respuesta a estas preguntas? Personalmente opino que deberías dejar de leer esto y preocuparte por tu propia vida, que seguro que necesita algún que otro ajuste.

Bueno.

Veo que sigues leyendo.

Pues esta es la historia de cómo habría sido mi vida, esta es mi segunda oportunidad.

“Pues vaya mierda de final.” Mascullé enfadada tirando el libro al suelo. Nunca me había entusiasmado leer, y ese era el motivo. Abrí mi cuaderno negro y cogí un bolígrafo verde. ‘Odio los libros.’ Escribí en letra menuda y enmarañada. Acto seguido lo taché murmurando palabras malsonantes en alemán. Tenía la costumbre de hablar en alto, y había aprendido esas palabras en un idioma que no era el mío solamente para mantener la imagen de chica inalterable que mantenía frente al mundo. ‘Odio los finales de los libros. De los libros que acaban bien. No me leo trescientas cuatro páginas de lloros y lamentos para que la protagonista acabe casada y con hijos. Eso en la vida real no ocurre. No me gusta que me den falsas esperanzas.´ Escribí con letra firme al lado del tachón. Mi cuaderno negro estaba lleno de frases y reflexiones de ese tipo, normalmente llenas de odio y rabia hacia cualquier tipo de existencia. Todo me resultaba aburrido menos quejarme y odiar. Pero eso era algo que nadie sabía. A veces, ni siquiera yo. Dejé el cuaderno y el boli al lado del caro portátil lleno de polvo que nunca usaba. Era consciente de la existencia de internet y de las redes sociales a través de mis amigos, pero al igual que la televisión, nunca me había resultado una idea atractiva. Al fin y al cabo, la música, internet, la televisión… eran un invento hecho por el hombre. Así que estarían impregnados de su inherente hipocresía, falsedad y sobre todo, de lo insulso de su existencia.


¿Qué iba a cambiar en su vida gracias a una canción que – al igual que todo en el mundo - solo era un producto destinado al consumo y a la producción de dinero. Solo había una excepción, la música clásica. Era lo único que le sacaba de su monotonía absurda. Y por ese mismo motivo tenía una colección de piezas maestras guardadas bajo llave en el fondo de su armario.
Se quitó la ropa con movimientos bruscos hasta quedarse en la más completa desnudez y se miró en su espejo. La visión de su cuerpo no era en absoluto desagradable, cumplía sin tan siquiera proponérselo los cánones de belleza impuestos por la sociedad actual. Aún así, había una cosa que detestaba. Ahí estaba, en su ceja. Un pequeño corte, de esos que nadie aprecia a simple vista. Pero era eso lo que cada día le recordaba todo aquello de lo que quería huir. Cerró los ojos. Aún podía ver las lágrimas en los ojos de J. y sus rizos dorados bamboleándose mientras le arañaba. Abrió los ojos de nuevo. Eso formaba parte del pasado. De un pasado que nunca había ocurrido, y que ya nunca ocurriría.
Su teléfono vibró en alguna parte de la habitación, pero a ella le dio igual. HB nunca se había preocupado por la tecnología. Nunca se había preocupado por nada. Cuando en teléfono dejo de proferir ese desagradable zumbido, ella comenzó a contar en orden decreciente desde veintitrés. “…dos. Uno. Ce-“ El timbre de su casa sonó en el momento exacto en el que sabía que sonaría. Le gustaba hacer esperar a sus amigos. Salió de su habitación y abrió la puerta de su casa. Allí estaban todas esas personas con las que le unían esos incómodos y agobiantes vínculos afectivos. Cerrando la puerta tras de sí, camufló su interior con una dulce sonrisa y se preparó para una tarde normal, en un pueblo normal, con gente normal. 



Un día más, malgastado.

1 comentario:

  1. Pues qué quieres que te diga, me está encantando la vida de HB. :)

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