martes, 11 de octubre de 2011

El día que murió mi fruta electrónica.

Si le preguntas a una persona aleatoria de un país aleatorio en qué gastaría un deseo en caso de tenerlo, su respuesta podría ser de dos tipos;

  • La respuesta cliché, esa que te hace quedar como una persona con valores morales íntegros, los tengas o no. "La paz mundial. Una cura para el cáncer. Que los niños de África tengan comida y agua."
  • La respuesta totalmente honesta, esa que se pronuncia dejando a un lado el 'qué dirán', quizás teniendo la esperanza de que ese deseo se cumpla mágicamente. "Ser millonario. No tener que pagar la hipoteca."
Obviamente, estos no son los dos únicos tipos de respuesta posibles, pero sí los más probables.

Yo, que vivo en el planeta Tierra, en el continente Europeo, gozo de todas las comodidades que una familia de clase media española puede esperar, estoy al corriente de la situación política, económica y social actual.
Sé que el mundo va mal.

¿Y qué habría pedido como deseo el día diez de Octubre de dos mil once?
Habría pedido que volviese el Internet a todas las BlackBerrys.
Sin pensarlo. Sin pararme a valorar los pros y los contras. Sin plantearme otras opciones.
Por supuesto, me habría arrepentido.

Ayer, me di cuenta de algo que ya sospechaba, mientas leía mi bullicioso timeline de Twitter.
Hoy en día somos - soy - adictos a la tecnología.
Mientras los dueños de las blackberrys repentinamente transformadas en móviles a la vieja usanza desesperaban - desesperábamos -, pude comprobar hasta qué punto dependemos de ciertas redes sociales, de la posibilidad de estar comunicados veinticuatro horas con todo el mundo.

Y no me gustó.


Y aquí estoy, horas después. Con el dichoso aparatito al lado del portátil.
Porque el hecho de que no me guste la situación no significa que la vaya a cambiar.

Y hasta aquí, otra pequeña muestra de la estupidez humana.

sábado, 8 de octubre de 2011

Tempus fugit.

Hace unos meses estuve de excursión - o visita cultural, para que suene más didáctico - en el Museo Guggenheim de Bilbao, y desde entonces no dejo de darle vueltas a una de las esculturas.
Era una cuna con forma de reloj de arena. Algo muy simple, ¿Verdad?
Pues bien, dicha escultura no es otra cosa que un referente más al proverbio latino Sed fugit interea fugit irreparabile tempus, también conocido como tempus fugit. Forma parte de la sabiduría popular que nacer es empezar a morir, que nuestro tiempo en este mundo es limitado.
Y sin embargo parece que a poca gente le importa hoy en día.
No hablo de tener miedo a morir. No merece la pena, al fin y al cabo es un suceso inevitable. Hablo de que en la sociedad actual la gente parece no darse cuenta de lo efímero de su existencia hasta que no vislumbran la muerte como un amigo cercano que pronto vendrá a reunirse con ellos.
El tiempo corre, vuela. Pero actualmente sólo permitimos que nos afecte en la misma cantidad que puede contener un reloj.
Nos mostramos más molestos cuando alguien nos hace esperar cinco minutos de más que cuando pasamos un día entero dejando pasar ese valioso tiempo sin ser aprovechado.
Está bastante claro que no nos importa perder el tiempo siempre y cuando sea decisión propia, ya que en caso de que sea otro quien nos haga perder el tiempo, la reacción es muy distinta.
Si te tomas unos segundos - tranquilo, te prometo que no estás malgastándolos - para pensarlo, ese tiempo no va a volver. Ya lo has perdido, y da igual de quién sea la culpa.

Dicho esto, maticemos un asunto importante.
¿Qué es perder el tiempo?
¿Tumbarte en la cama a descansar lo es? ¿Dormir? ¿Quizás ver la tele?
Eso es algo demasiado personal. Pero puedo darte una fórmula inexacta, una especie de medida orientativa, para hacerte una idea aproximada.

Perder el tiempo es dedicarlo a algo que no te va a aportar nada positivo.

¿Tumbarte en la cama durante dos horas va a hacer que te sientas mejor? Si la respuesta es 'sí', entonces es tiempo aprovechado.
Si dormir un par de horas más va a hacer que el resto del día estés más descansado, eso afectará a tu rendimiento y tu estado de ánimo positivamente, por lo cual habrá sido un acierto, y sin dudarlo una buena inversión de tu tiempo.
De esta misma manera se puede aplicar esa fórmula a cada uno de los más pequeños aspectos de tu día a día. ¿Merecen la pena las drogas? Unos minutos de diversión a cambio de daños irreparables en el sistema nervioso. ¿Compensa la pena un trabajo que no te guste con un salario alto? Mucho dinero a cambio de horas perdidas en algo que no te hace sentir realizado. Son miles de preguntas con miles de respuestas posibles, ya que las circunstancias y la mentalidad varían drásticamente dependiendo de la persona.

Para terminar, un par de recomendaciones personales. La primera es, sin duda, que visitéis el Museo Guggenheim de Bilbao, y que os toméis vuestro tiempo para recorrer cada uno de sus rincones. Y la segunda y última es el libro Veronika decide morir, de Paulo Coelho, ya que da una visión - en mi más humilde opinión - interesante de este tema.

viernes, 7 de octubre de 2011

"Early sunsets over Monroeville."


Había sido un día especialmente duro, pero al fin habían encontrado algo de comida. Dos meses después de que se desatase aquel infierno los víveres empezaban a escasear. Por suerte nunca se encontraban demasiadas dificultades respecto al alojamiento, o mejor dicho, al cobijo nocturno. Las comodidades habían dejado de importar.
Cerró las ventanas. Ella, mientras él aseguraba la puerta, comprobaba pistola en mano que no hubiese nadie en ninguna de las estancias de la destartalada habitación de motel en la que se encontraban. Les serviría perfectamente para estar a salvo un par de días.
Él, apoyado contra la puerta ya cerrada, se sobresaltó al oír un grito femenino, casi un aullido de dolor. Antes de tener siquiera tiempo a reaccionar, el sonido de un disparo y un golpe seco invadieron el aire. Venían del baño, hacia donde él se dirigió corriendo, aún sabiendo de antemano lo que iba a encontrar allí.
Allí estaba ella, blanca como la nieve, temblando violentamente, con la pistola en la mano. A sus pies se encontraba un bulto del que emanaba sangre. Era uno de ellos. Él fijó la mirada en el cuerpo sin vida de la criatura sin vida, falto del valor necesario para mirarle a la chica que lloraba a unos metros. Su llanto era insoportable. No era el llanto histérico de alguien que acaba de matar a una criatura semi-humana a sangre fría. Era el llanto de alguien consciente de que ha llegado su final, y sin poder evitar sufrir por ello, lo acepta. Había llegado ese final que llevaba esperando, a la vez que evitando, desde el principio.
Él clavó sus ojos en ella. Su pelo y sus labios rojos, junto con sus marcadas ojeras contrastaban de forma dolorosa con la palidez mortal de su piel. Dejó que su mirada buscase sus ojos a través de las lágrimas. Se acercó despacio a ella, sin romper el contacto visual. Besó con ternura sus labios y susurró palabras de amor en su oído.
Puso sus dedos sobre la piel de aquella muchacha. Con una mano acariciaba la herida de su brazo, recién infligida, la herida que le había condenado a vivir para siempre, a matarle a él cuando el sol se escondiese de nuevo. Con la mano que le quedaba libre le quitó la pistola que ella aún sostenía y sin dejar de mirarle, sin dejar de repetirle cuánto le quería, le golpeó en la cabeza con la culata del arma, agarrando casi al vuelo su cuerpo aparentemente sin vida.
Le llevó en brazos hasta la cama y le tendió sobre ella. Solo estaba inconsciente. Sentía el peso de la pistola en su mano.
Miles de recuerdos, de ideas, de planes bullían en su cabeza, dándole una irrefrenable necesidad de gritar.
Habían sido felices juntos. Tenían unos planes de futuro, tenían unos sentimientos en común que les unían, demasiadas cosas por las que luchar. Pero un día, ocurrió.
Aquel apocalipsis. Aparecieron aquellas criaturas. La vida se transformó en una lucha por la supervivencia. Por permanecer juntos. Permanecer juntos, vivos, juntos. Eso era lo único que les impulsaba a seguir. Y ahora ella estaba… ¿muerta? No. Pero tampoco estaba viva. Y cuando llegase la noche, ella le mataría sin dudar, cegada por su sed de sangre.
Miró una vez más la pistola. Si tuviera el valor de apuntarle a la cabeza… ¿Qué importaría, si ella ya estaba muerta? Pero ella le quería. Fueron sus últimas palabras. Murió queriéndole. Y él sentía lo mismo.
Regresó al baño y vació el contenido del arma sobre el cadáver de la criatura. Dejó caer la pistola sobre el suelo de mármol y regresó junto a la cama, donde ella aún yacía inconsciente.
Si iba a morir, moriría en sus manos. La persona que le dio sentido a su vida sería quien le pondría fin. Se tumbó junto a ella. Los corazones de ambos seguían latiendo. Y sin embargo…
¿Alguien se daba cuenta? ¿Le importaba a alguien que hubiese un cadáver en esa cama?

La chica del gorro azul. Capítulo dos.

No sé qué haces leyendo esto. Esta es tan solo una vida más. La vida de alguien que no existe. En realidad, ahora sí que existo. Formo parte de ti, estoy escondida en un recoveco de tu memoria desde que empezaste a leerme. Ahora soy real. Porque formo parte de ti. Quizás no como persona, pero sí como sentimiento, o como inquietud. Soy alguien tan etéreo, formado por tan solo palabras, que seguro que en tu mente ya tengo mil cosas en común contigo. ¿Me has puesto un rostro ya? ¿Cómo tengo el pelo, largo, corto, liso…? ¿O quizás llevo una cresta escondida bajo el gorro que me da nombre? ¿Qué significan las siglas H.B.? 

Y lo más importante. ¿Por qué te interesa la respuesta a estas preguntas? Personalmente opino que deberías dejar de leer esto y preocuparte por tu propia vida, que seguro que necesita algún que otro ajuste.

Bueno.

Veo que sigues leyendo.

Pues esta es la historia de cómo habría sido mi vida, esta es mi segunda oportunidad.

“Pues vaya mierda de final.” Mascullé enfadada tirando el libro al suelo. Nunca me había entusiasmado leer, y ese era el motivo. Abrí mi cuaderno negro y cogí un bolígrafo verde. ‘Odio los libros.’ Escribí en letra menuda y enmarañada. Acto seguido lo taché murmurando palabras malsonantes en alemán. Tenía la costumbre de hablar en alto, y había aprendido esas palabras en un idioma que no era el mío solamente para mantener la imagen de chica inalterable que mantenía frente al mundo. ‘Odio los finales de los libros. De los libros que acaban bien. No me leo trescientas cuatro páginas de lloros y lamentos para que la protagonista acabe casada y con hijos. Eso en la vida real no ocurre. No me gusta que me den falsas esperanzas.´ Escribí con letra firme al lado del tachón. Mi cuaderno negro estaba lleno de frases y reflexiones de ese tipo, normalmente llenas de odio y rabia hacia cualquier tipo de existencia. Todo me resultaba aburrido menos quejarme y odiar. Pero eso era algo que nadie sabía. A veces, ni siquiera yo. Dejé el cuaderno y el boli al lado del caro portátil lleno de polvo que nunca usaba. Era consciente de la existencia de internet y de las redes sociales a través de mis amigos, pero al igual que la televisión, nunca me había resultado una idea atractiva. Al fin y al cabo, la música, internet, la televisión… eran un invento hecho por el hombre. Así que estarían impregnados de su inherente hipocresía, falsedad y sobre todo, de lo insulso de su existencia.


¿Qué iba a cambiar en su vida gracias a una canción que – al igual que todo en el mundo - solo era un producto destinado al consumo y a la producción de dinero. Solo había una excepción, la música clásica. Era lo único que le sacaba de su monotonía absurda. Y por ese mismo motivo tenía una colección de piezas maestras guardadas bajo llave en el fondo de su armario.
Se quitó la ropa con movimientos bruscos hasta quedarse en la más completa desnudez y se miró en su espejo. La visión de su cuerpo no era en absoluto desagradable, cumplía sin tan siquiera proponérselo los cánones de belleza impuestos por la sociedad actual. Aún así, había una cosa que detestaba. Ahí estaba, en su ceja. Un pequeño corte, de esos que nadie aprecia a simple vista. Pero era eso lo que cada día le recordaba todo aquello de lo que quería huir. Cerró los ojos. Aún podía ver las lágrimas en los ojos de J. y sus rizos dorados bamboleándose mientras le arañaba. Abrió los ojos de nuevo. Eso formaba parte del pasado. De un pasado que nunca había ocurrido, y que ya nunca ocurriría.
Su teléfono vibró en alguna parte de la habitación, pero a ella le dio igual. HB nunca se había preocupado por la tecnología. Nunca se había preocupado por nada. Cuando en teléfono dejo de proferir ese desagradable zumbido, ella comenzó a contar en orden decreciente desde veintitrés. “…dos. Uno. Ce-“ El timbre de su casa sonó en el momento exacto en el que sabía que sonaría. Le gustaba hacer esperar a sus amigos. Salió de su habitación y abrió la puerta de su casa. Allí estaban todas esas personas con las que le unían esos incómodos y agobiantes vínculos afectivos. Cerrando la puerta tras de sí, camufló su interior con una dulce sonrisa y se preparó para una tarde normal, en un pueblo normal, con gente normal. 



Un día más, malgastado.

La chica del gorro azul. Capítulo uno.

Cuando andas por la calle, miras al suelo. Tu mirada se pierde, y tus pies se mueven por instinto. No te fijas en nada de lo que hay a tu alrededor. Espera. Sí lo haces. Miras los escaparates, con sus luces y sus colores. Miras a la gente con la que te cruzas, imaginas por un segundo sus vidas, pero continúas con la tuya. Y a veces, solo a veces, la ves a ella.

¿Te has cruzado alguna vez con ella? Esa chica que mueve un pie con impaciencia en el paso de cebra esperando que el color rojo torne a verde, fácilmente diferenciable por las manos en los bolsillos, los auriculares en los oídos y la mirada perdida. A veces le sonríe a la nada, perdida en sus propias fantasías. Otras veces mueve la cabeza rítmicamente, susurrando palabras que llegan a sus oídos a través de su iPod. La mayor parte del tiempo, no resulta nadie especial. Pero a veces, solo a veces, te mira a los ojos. Esos pueden ser los dos segundos más angustiosos que vivas jamás, aunque nunca quieras llegar a aceptarlo. Su mirada perfora todas tus barreras hasta llegar a lo más profundo de ti y destapa la verdad más cierta y más oculta de tu alma; no estás viviendo, solo sobreviviendo. El día a día es un mecanismo de defensa contra la aterradora amenaza que representa la muerte. No hay nada que te haga vivir, salvo el miedo que te produce dejar de hacerlo. Tu vida es la más continua y gris monotonía, y no vas a hacer nada por cambiarlo. Eres feliz con tu infelicidad. Entonces, ella aparta su mirada, y sonríe quedamente mientras un escalofrío sacude cada milímetro de tu cuerpo. Sabe lo que ha visto en ti. Es consciente de que tú lo olvidarás. Pero se siente satisfecha al saber que su teoría se ve confirmada una vez más. Durante los breves segundos en los que esa idea que una mirada ha despertado en tu mente, tendrás miedo. Pensarás que es una locura, que deberías ir al médico. Que eso no es normal, que es algo… único. Horriblemente único. Pero esa chica, mientras prosigue su camino reirá amargamente para si misma, porque le has ayudado a dar un paso más para confirmar su teoría. Ese miedo hacia la muerte y esa apatía hacia la vida son el motor del mundo. Y nada ni nadie puede impedirlo. Esa chica piensa, mientras camina, que el momento en el que decidió dejarse llevar por ese motor, vendió su alma al diablo. Pero ya nada importa, tiene su música, sus amigos, sus clases y su futuro. Aunque por ahora se conforma con su insípido presente.

¿Te has cruzado alguna vez con ella? Si lo has hecho, quizás hayas notado algo diferente. Un brillo extraño en su mirada. Ese brillo es la única e irrefutable prueba de que dentro de ella están naciendo planes. ¿Por qué conformarse con una vida sin sabor, con la mera supervivencia? Ella quiere sentir, quiere exprimir al máximo cada minuto del que dispone.


Y ahora bien, ¿Realmente te has cruzado alguna vez con esa chica? Esa chica se llama… Esa chica tiene un nombre. Y un apellido. Pero la llamaré H.B. Quizás quiera preservar su identidad, ¿No crees?




Yo creo que sí.


¿Qué por qué lo sé? Porque esa chica soy yo, y este cuento, sueño y pesadilla, es mi vida.

Hip, hip, ¡Pistacho!

¡Hipopótamo y pistachos!
Quiero decir, hola y bienvenidos, señores, señoras y demás variaciones posibles.
Debo avisar que nunca he sido buena escribiendo, aunque de algún modo debo expresar el barullo de palabras y sensaciones que retumban en mi cabeza.
Así que aquí veis mi solución; ¡Un blog!
..qué primera entrada tan original.
¿Veis? Os lo dije. No esperéis nada mejor que esto.
Y si os quedáis, gracias de antemano.