viernes, 7 de octubre de 2011

"Early sunsets over Monroeville."


Había sido un día especialmente duro, pero al fin habían encontrado algo de comida. Dos meses después de que se desatase aquel infierno los víveres empezaban a escasear. Por suerte nunca se encontraban demasiadas dificultades respecto al alojamiento, o mejor dicho, al cobijo nocturno. Las comodidades habían dejado de importar.
Cerró las ventanas. Ella, mientras él aseguraba la puerta, comprobaba pistola en mano que no hubiese nadie en ninguna de las estancias de la destartalada habitación de motel en la que se encontraban. Les serviría perfectamente para estar a salvo un par de días.
Él, apoyado contra la puerta ya cerrada, se sobresaltó al oír un grito femenino, casi un aullido de dolor. Antes de tener siquiera tiempo a reaccionar, el sonido de un disparo y un golpe seco invadieron el aire. Venían del baño, hacia donde él se dirigió corriendo, aún sabiendo de antemano lo que iba a encontrar allí.
Allí estaba ella, blanca como la nieve, temblando violentamente, con la pistola en la mano. A sus pies se encontraba un bulto del que emanaba sangre. Era uno de ellos. Él fijó la mirada en el cuerpo sin vida de la criatura sin vida, falto del valor necesario para mirarle a la chica que lloraba a unos metros. Su llanto era insoportable. No era el llanto histérico de alguien que acaba de matar a una criatura semi-humana a sangre fría. Era el llanto de alguien consciente de que ha llegado su final, y sin poder evitar sufrir por ello, lo acepta. Había llegado ese final que llevaba esperando, a la vez que evitando, desde el principio.
Él clavó sus ojos en ella. Su pelo y sus labios rojos, junto con sus marcadas ojeras contrastaban de forma dolorosa con la palidez mortal de su piel. Dejó que su mirada buscase sus ojos a través de las lágrimas. Se acercó despacio a ella, sin romper el contacto visual. Besó con ternura sus labios y susurró palabras de amor en su oído.
Puso sus dedos sobre la piel de aquella muchacha. Con una mano acariciaba la herida de su brazo, recién infligida, la herida que le había condenado a vivir para siempre, a matarle a él cuando el sol se escondiese de nuevo. Con la mano que le quedaba libre le quitó la pistola que ella aún sostenía y sin dejar de mirarle, sin dejar de repetirle cuánto le quería, le golpeó en la cabeza con la culata del arma, agarrando casi al vuelo su cuerpo aparentemente sin vida.
Le llevó en brazos hasta la cama y le tendió sobre ella. Solo estaba inconsciente. Sentía el peso de la pistola en su mano.
Miles de recuerdos, de ideas, de planes bullían en su cabeza, dándole una irrefrenable necesidad de gritar.
Habían sido felices juntos. Tenían unos planes de futuro, tenían unos sentimientos en común que les unían, demasiadas cosas por las que luchar. Pero un día, ocurrió.
Aquel apocalipsis. Aparecieron aquellas criaturas. La vida se transformó en una lucha por la supervivencia. Por permanecer juntos. Permanecer juntos, vivos, juntos. Eso era lo único que les impulsaba a seguir. Y ahora ella estaba… ¿muerta? No. Pero tampoco estaba viva. Y cuando llegase la noche, ella le mataría sin dudar, cegada por su sed de sangre.
Miró una vez más la pistola. Si tuviera el valor de apuntarle a la cabeza… ¿Qué importaría, si ella ya estaba muerta? Pero ella le quería. Fueron sus últimas palabras. Murió queriéndole. Y él sentía lo mismo.
Regresó al baño y vació el contenido del arma sobre el cadáver de la criatura. Dejó caer la pistola sobre el suelo de mármol y regresó junto a la cama, donde ella aún yacía inconsciente.
Si iba a morir, moriría en sus manos. La persona que le dio sentido a su vida sería quien le pondría fin. Se tumbó junto a ella. Los corazones de ambos seguían latiendo. Y sin embargo…
¿Alguien se daba cuenta? ¿Le importaba a alguien que hubiese un cadáver en esa cama?

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