martes, 28 de febrero de 2012

Rojo carmesí. (Parte I).

Cada momento de lucidez aumentaba mi jaqueca, al igual que esa luz azul y la voz de los dos hombres vestidos de uniforme sentados en el asiento delantero. El que conducía era quien llevaba el peso de la conversación, intentando sonar despreocupado, mientras que su compañero no apartaba la mano de su pistola, preparada para ser usada en cualquier momento. Usada contra mi.

Si hubiese prestado atención me habría percatado de las miradas nerviosas que ambos lanzaban al asiento trasero. Habría mirado a los lados y entonces me habría dado cuenta entusiasmada de que la causa de esa preocupación era yo. Y me habría reído.

Pero estaba demasiado ocupada admirando extasiada mis manos, mis piernas, mi vestido... Y toda la sangre que empezaba a secarse en ellos.

Dios santo, cuánta sangre. Siempre me había sentido atraída por la sangre. Es increíble. Ese color rojo, ese olor tan peculiar, y lo fácil que es derramarla.

Cerré los ojos.

Cuando eres un niño, te haces preguntas. Cuando no tienes alguien que sacie tu sed de respuestas, las buscas por tu cuenta. Yo soy un buen ejemplo. A los ocho años empecé a preguntarle a mis tíos, mi única familia, las únicas personas que quisieron hacerse cargo de mi, todo tipo de dudas. Ellos, con buena fe, me explicaron una noche el funcionamiento de los seres vivos. La idea de que el corazón hiciese tantas cosas me pareció fascinante, casi milagroso. Pero yo quería saber más. Quería saber qué pasaba cuando el corazón era atravesado por una aguja, quería saber más y más, siempre más. Pero mis tíos no supieron contestarme, así que me metí a la cama y me dormí sonriendo. A la mañana siguiente cogí las tijeras de podar de mi tía, y salí con mi gatito al jardín. Allí, decidí buscar respuestas. Aún puedo ver a mi prima mayor, las lágrimas cayendo de sus ojos, oír sus gritos llamando a sus padres. Yo seguía sonriendo, pero no quería verle triste, no me gustaba que la gente llorase, así que alargué mi mano ofreciéndole con cariño el corazón de lo que había sido nuestra mascota para que pudiese mirarlo de cerca ella también. No recuerdo nada más. Sólo la sangre, toda aquella sangre secándose al sol, y esa mirada en los ojos de mi familia. Esa mirada que me perseguiría hasta el día de mi muerte.

Abrí los ojos.

Y la luz me cegó. Parpadeé. Había estado pensando en voz alta. Por lo que había visto en las películas de serie B que tanto me gustaban, esto debía ser una sala de interrogatorios. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Estaba casi segura de que esa mujer de rasgos dulces y maquillaje de prostituta barata sentada frente a mi había apuntado toda la historia de mi gatito en ese cuaderno. Suspiré resignada. El shock tiene esas desventajas, pasas de estar en tu apartamento a estar en un coche de policía a... esto en un abrir y cerrar de ojos.

La mujer no apartaba sus ojos de mi. Decidí que me caía bien. Probé a sonreírle, quizá se sentía sola. Yo también me sentía sola a veces. Intenté mandarle ese mensaje mentalmente.

Pero cuando habló, no me expresó su gratitud por mi empatía hacia ella, y eso me decepcionó.
Se limitó a hacerme una pregunta seca y demasiado personal.

- ¿Por qué le mataste?
- Tenía curiosidad. Si mis tíos me hubiesen explicado qu...
- Basta. No hablo del gato, hablo de él. - Me cortó secamente mi nueva no-amiga, tendiéndome algo.
Lo cogí. Era una foto. En ella estaba él, tirado en el suelo. Sonreí. Incluso muerto, seguía siendo irresistible. El contraste entre su pálida piel y su sangre aún fresca hacían de la fotografía algo encantador.
- ¿Puedo quedármela? Es bonita. - Le pregunté alegre. - Me gustan las cosas bonitas.
- ¿Por qué le mataste? - Preguntó de nuevo. Chasqueé la lengua, no me gustaba la gente cotilla.
- Porque me gustan las cosas bonitas. Y él vivo no lo era.
- Explícamelo.
- Verás, ...

domingo, 26 de febrero de 2012

Grietas.

La lluvia mojaba su cara al mismo tiempo que lo hacían sus lágrimas. El sonido de sus tacones inundaba la calle vacía, proclamando su dolor dueño del lugar. Con cada paso se alejaba un poco más de su pasado, y a través de las gotas podía sentir el calor del infierno al que se acercaba. Ya no había vuelta atrás. Mechones de pelo mojados se pegaban a sus mejillas, y sus labios temblorosos narraban en apenas un susurro taciturno el melódico sufrimiento de su corazón roto.
Cuando llegó al paso de cebra paró en seco, sin inmutarse. Todo en ella pareció adoptar la calma impaciente de quien espera algo que sabe que nunca llegará. La luz del semáforo cambió. De rojo a ámbar. De ámbar a verde. Pero ella no hizo el menor amago de movimiento.
Rojo. Ámbar. Verde.
Los coches pasaban veloces frente a ella, el viento hacía bailar su vestido rojo a su alrededor, pero nadie se detenía.
Rojo. Ámbar. Verde.
El mundo seguía girando, la vida seguía adelante. Ella no.

viernes, 24 de febrero de 2012

Los ataques de hipo también ocurren durante un beso.

Hacía un año que no se veían. Ella había decidido aceptar una beca de estudios en el extranjero, y él... eso sólo él lo sabía.

Doce meses son muchos, pensaba ella mientras se intentaba arreglar. Ni una carta, ni una llamada. No sé nada de él desde hace trescientos ses... Bueno, un poco más, quizá. Dando por imposible convertir su lacio pelo negro en algo bonito, empezó a pintarse las uñas de la mano derecha. Quizá incluso esté casado, le chilló a su periquito. ¡Y puede que embarazado! No, espera. Eso no. Presa del pánico cerró el bote maldiciendo en italiano y lo tiró sobre la cama aún desecha. Se puso su vestido de topos y se miró al espejo. No pudo evitar reírse. Siempre había querido un vestido con esos pequeños animales por estampa. Era demasiado literal como para no adorarlo. Se puso las botas y salió dando un portazo mientras tiraba el monedero y el móvil en el interior de su bolso.

Perdió dos autobuses y casi le atropellan tres coches y un taxi, pero al fin estaba en la puerta de la cafetería. Podía verle a través de ella, y se quedó ensimismada mientras observaba el modo en el que daba vueltas a la cucharilla. Sigue tan guapo como siempre, susurró. Entonces la puerta se abrió, golpeándole. El impacto le hizo caer hacia atrás. Durante los siguientes dos minutos su desconocida atacante accidental se disculpó ochenta y dos veces seguidas.

Cuando por fin pudo zafarse de ella, caminó enfadada hasta la mesa en la que él de esperaba, con la cara roja y los ojos lagrimeantes de la risa. Su romántico saludo tras todo ese tiempo fue una sonora bofetada. Él clavo sus ojos asombrados en ella. ¿Qué coño ha sido eso?, preguntó. Perdona, he perdido los nervios..., se excusó ella nerviosa. En ese momento llegó el camarero, y mientras él le pedía una tila, ella no podía dejar de pensar en cuánto se arrepentía de no haberle saludado con un beso. Empezaron a hablar, pero no conseguían encontrar las palabras adecuadas, y cuando intentaban romper los silencios incómodos lo hacían a la vez, interrumpiéndose sin querer.

Ella se inclinó a besarle y él, sin darse cuenta de nada, tomó un sorbo de su café, haciéndola retroceder. Él intentó coger su mano justo en el momento en el que ella la apartaba para ponerse un mechón molesto detrás de la oreja. Todo era un estrepitoso desastre.

En el instante en el que ya no pudo más, ella cogió su bolso murmurando una excusa para huir de aquella situación. En el momento en el que su mano tocó el fondo se dio cuenta una cosa. O mejor dicho, de dos. No se había pintado las uñas de la mano izquierda, y se había olvidado las llaves en casa.
La sangre se apresuró a ocupar su puesto en sus suaves mejillas mientras se lo explicaba a aquel chico que le provocaba tantas dudas como suspiros.

Él sonrió. ¿No te importa, no? Si soy un estorbo... Balbuceó ella. Siempre hay sitio para ti a mi lado. Respondió el dulcemente, tomándole de la mano. Ella le besó con suavidad, y susurró en su oído unas palabras llenas de amor y complicidad. Espero que no te importe dormir en el sofá.

Un trocito de chica gato.

No me gusta la gente normal.
Es decir, en la sociedad hay una serie de pautas, unos moldes en los que debes encajar si quieres ser considerado "normal". Si lo haces, no me gustas.

No me malinterpretéis, no es que prejuzgue ni mucho menos. Me gusta tomarme mi tiempo para conocer a la gente, conocerles de verdad. No me gustan las apariencias, así que nunca me fijo en ellos. A mi me gusta el fondo. La personalidad lo es todo para mi cuando se trata de establecer relaciones con otros.

Tengo una gran facilidad para encariñarme con la gente, para quererlos y para confiar. Obviamente eso me pone en una situación muy peligrosa, me expone a recibir muchas decepciones y puñaladas, y es lo que suele ocurrir. Pero aún así no pierdo la esperanza, si de quinientas personas a las que he ofrecido un espacio en mi vida han merecido la pena tres me siento más que satisfecha.

Por supuesto los errores o las relaciones que se quedan por el camino no son siempre culpa de la otra parte. A veces conozco a una persona, profundizo en nuestra amistad a medida que voy descubriendo su personalidad y... me aburro. Puede que sea porque la persona en cuestión derroche normalidad, no sea suficientemente especial -no, no es lo mismo, pensadlo- o simplemente haya llegado demasiado pronto al fondo de su personalidad, sabiéndome a poco. Cuando llega ese momento soy incapaz de mantener la relación. No consigo tener conversaciones largas, me distancio... Es algo que no puedo evitar.

Esto me lleva a darme cuenta de que la gente a la que quiero, quienes realmente me importan, no puede ser clasificada como normal.
Paranoias, baja autoestima, obsesiones, pasado turbulento, soledad, trastornos de todo tipo... Esto es lo que vas a encontrar entre quienes tienen un trocito de mi corazón. ¿Por qué tiendo a juntarme con gente así? Se podría decir que es más problemático, más complicado. Pero para mi es una experiencia más plena, más atractiva y real. La gente complicada es a la vez interesante, siempre hay algo nuevo que contar, algo en lo que te entienden, algo con lo que ayudarles. Sabes que los sentimientos son de verdad, no de cartón piedra y papel maché. Cada pedacito de locura que añaden a mi vida es también un pedacito de intensa felicidad.

Lo tengo claro, yo encajo entre los que no encajan en ningún sitio. Yo soy como ellos, pero sin embargo no somos iguales. Cada loco tiene su propia locura, cada felicidad es sentida de distinta manera por cada uno de nosotros, y sin embargo está ahí porque están conmigo.

En resumen; siento especial afinidad con la gente extraña, no sé mantener relaciones con gente normal.
Que sea bueno o malo me da igual, solo sé que es, así que lo dejaré ser.

Incluso un final abierto es un final.

Todo lo que empieza, acaba.

El final existe, siempre está ahí, esperando su turno, preparado para arrasar con todo lo que en algún momento estuvo ahí.
Incluso la noche más larga, llena de dolor y miedo acaba.
¿Ese cumpleaños que llevas trescientos sesenta y cuatro días esperando? A las doce en punto ya es algo pasado.
Un amor que dura toda la vida llega a su fin el día de la muerte de quienes se amaban.

¿Y qué pasa cuando algo acaba? Que jamás volverá.
Da igual cuánto lo desees, da igual que intentes recrearlo.
Puedes creer que releyendo tu libro favorito jamás acabará. Mentira.
Ese libro terminó para ti la primera vez que lo cerraste, después de haber terminado el viaje en el que te embarcaron sus páginas.
Lo mismo pasa con las relaciones. Cuando acaban -cuando lo hacen de verdad-, no hay vuelta atrás. Alguien me dijo una vez que cuando te enamoras por segunda vez de alguien no te enamoras de la persona, sino de los recuerdos. Con la amistad es algo parecido.


Se podría decir que el final de las cosas es como la muerte; inevitable.
Pero estaríamos equivocados.

Hay algo especial en los finales. Igual que un fuego destructor siempre dejará cenizas, algo que llega a su final llena nuestra mente de esa magia llamada recuerdos.

Los recuerdos pueden ser algo maravilloso o algo devastador, todo depende que cómo haya sido el fuego del que provienen. Pero están ahí.

Para mi, los recuerdos son algo muy poderoso, algo que atesoro en rincones de mi mente, bajo tres candados y dos cadenas. Los recuerdos, ya sean malos o buenos, alegres o dolorosos, me fascinan. Probablemente sea porque me permiten revivir de segunda mano cosas que jamás pasarán de nuevo. Uso los recuerdos como sentimientos de segunda mano, refugiándome en ellos cuando necesito escapar del mundo real. Siendo absolutamente sincera, los recuerdos, junto con mi capacidad de soñar despierta, son la droga que me ha ayudado a seguir adelante en los momentos más oscuros.

Pero...
¿Sabéis la diferencia entre soñar despierta y recordar?
Que los recuerdos no dejan que olvide que si puedo refugiarme en ellos es porque mil veces he sido capaz de enfrentarme al mundo real, creándolos.
Así que si pude en el pasado, podré en el futuro.